Una suave brisa acaricia el prado asturiano esta mañana, la hierba alta, los dientes de león y las margaritas se alzan, en la distancia se aprecia el corte con el acantilado y el mar, tumbada en la hierba, mirando al cielo, las margaritas por encima de la cabeza se mecen con el viento.
Dicen que si no tienes hortensias en casa no tienes casa asturiana, aunque también dicen que una casa con hortensias no quiere casar, es decir, que si hay hortensias no hay boda. Yo prefiero quedarme con el primer dicho porque no conozco nada tan bonito como las bolas de hortensias a la puerta de una casa.
En casa de mi abuela había una habitación empapelada. En ella, el papel era amarillento, con flores, imagino que los años lo hicieron así, al mirar por la ventana veías las grandes hortensias que recubrían los muros del fondo de la finca. Esas dos imágenes son las que ahora veis convertidas en papel, la naturaleza y la nostalgia, juntas.
La vida en el Llagar es dura, se maya en otoño, pero no sirve cualquier día, tiene que ser menguante, porque es más propicio. Los agricultores van con sus sacos llenos de manzanas y ahí empieza la fiesta, esa que nos indica que el invierno anda rondando, que nos anuncia que el amagüestu está cerca.
Desde pequeña recuerdo una película, se llamaba Ferngully y me dejó marcada para siempre. Era una peli de dibujos del año 92 que narra las aventuras con un claro sesgo ecologista de un humano y un hada que convierte en pequeño al humano y le enseña su mundo bajo los árboles de una selva tropical en Australia. Se trata de una película que narra como las maquinas quieren destrozar el monte para construir, y como ellos pelean porque no suceda, juntos. Me encantaban sus escenas, entre arboles, con un tipo de imágenes pelín oscuras, saltando sobre setas gigantes, encendiendo las que salen en los árboles al bajar de unas a otras, navegando en una hoja por un pequeño lago… Este mural es parte de mi infancia, de mis recuerdos y de mi imaginación.